Por: Jesús Amador
Chetumal.- A casi seis años de encabezar el Poder Ejecutivo de Quintana Roo, estamos convencidos (miles de quintanarroenses y un servidor) que la verdadera vocación de Carlos Joaquín es el melodrama y no gobernar.
Al igual como lo hizo aquel 25 de septiembre del 2016 cuando asumió la gubernatura, CJ recurrió a las lagrimas para tratar de convencer a los oyentes que acudieron a escuchar su último informe. Podríamos afirmar que en aquella ocasión logró el acometido porque la gente estaba hastiada del gobierno de Beto Borge y se entregó al «joaquinismo» por la promesa de un verdadero cambio en la forna de gobernar, el cual nunca llegó. Pero ahora las lagrimas (calificadas de «cocodrilo» por cientos o miles de enardecidos Chetumaleños) surtieron otro efecto, enfurecieron a esos ciudadanos que confiaron en él y que se sienten defraudados.
A la «gente de a pie», a los que habitan en las colonias más marginadas de los municipios y comunidades rurales, no los conmovieron esas lágrimas, sienten que fueron utilizandos y «chamaqueados» por Carlos Joaquín al prometerle un verdadero «cambio».
Y en verdad no hubo cambio, ni de forma y mucho menos de fondo, la administración de CJ vivió inmersa en el dispendio, naufragó en el descredito y lo peor de todo, se olvidó de esa gente que menos tiene. La opulencia de sus principales funcionarios, por cierto la mayoría de ellos foráneos, marcó la pauta de un gobierno elitista.
CJ se olvidó, rápidamente, del «compromiso verbal» contraído con los quintanarrroenses, en especial al que prometió que nunca más utilizaría vallas para separar al pueblo de sus gobernantes y que todo su accionar sería público, pero solo fue una vil mentira, como se comprobó ayer viernes al sitiar las instalaciones del Poder Legislativo para no ser abordado por la plebe.
A escasos 15 días de entregar el gobierno, Carlos Joaquín debería sincerarse y admitir su fracaso como gobernador de Quintana Roo. Reconocer que sus principales compromisos, como: que la gente del campo viva mejor; generación de empleos; instalación de empresas en el sur; lograr una cobertura de los servicios de salud y erradicar la corrupción, fueron sólo buenos deseos.
Quizá lo único bueno que Carlos Joaquín podría presumir es la tenacidad o el esfuerzo hecho por conservar la
macro-economía durante la pandemia sanitaria, pero los principales beneficios fueron para la clase aburguesada, los dueños de los grandes consorcios hoteleros, no para los jornaleros, comerciantes y campesinos que anhelaban un «empujoncito» para sortear la grave crisis económica que vivieron.
Por los «amarres políticos», es casi un hecho que Carlos Joaquín supere las auditorías o compulsas que realice la Auditoría Superior de la Federación y Auditoría Estatal sobre los recursos económicos que administró, pero del juicio ciudadano no podrá salvarse, porque no puede comprarlo.
Aunque él presume tener «datos diferentes» a los que tenemos la mayoría de los quintanarroenses y representantes de partidos políticos que reprobamos a su gobierno. ¿Habrá algún ciudadano, en su sano juicio y sin fobias políticas, que apruebe la administración de Carlos Joaquín González? Yo lo dudo, y también mucha gente del sur, quienes ya juzgan a este sexenio como el peor que ha tenido Quintana Roo en sus casi 50 años de entidad libre y soberano, incluso por encima al de Roberto Borge.
Qué enorme diferencia marca el apellido Coldwell con el González.
Tiempo al tiempo…